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Han pasado 50 años y ya no soy la ‘niña del napalm’

Por Luis Gallo
14 de junio de 2022
en Opinion
Han pasado 50 años y ya no soy la ‘niña del napalm’

Kim Phuc Phan Thi*

The New York Times

Crecí en el pequeño poblado de Trang Bang en Vietnam del Sur. Mi madre dijo que de pequeña era muy risueña. Nuestra vida era sencilla y había comida en abundancia, pues mi familia tenía tierra de cultivo y mi madre era propietaria del mejor restaurante del pueblo. Recuerdo que me encantaba ir a la escuela y jugar con mis primos y los demás niños, saltábamos la cuerda, corríamos y nos perseguíamos llenos de alegría.

Todo eso cambió el 8 de junio de 1972. Solo tengo memorias intermitentes de ese día terrible. Estaba jugando con mis primos en el atrio del templo. Momentos después, un avión voló muy bajo y a toda velocidad, el ruido a su paso fue ensordecedor. Luego, hubo explosiones y humo y un dolor insoportable. Tenía 9 años.

El napalm se te pega a la piel, sin importar lo rápido que corras y causa quemaduras espantosas y un dolor que dura toda la vida. No recuerdo correr ni gritar: “Nóng quá, nóng quá!” (“¡Quema, quema!”), pero grabaciones de ese momento y los recuentos de otras personas afirman que lo hice.

Tal vez hayan visto la fotografía que me tomaron ese día, huyendo de las explosiones junto con otras personas: soy la niña desnuda con los brazos extendidos que grita de dolor. La imagen, tomada por el fotógrafo survietnamita Nick Ut, quien trabajaba para The Associated Press, se publicó en las primeras planas de los periódicos de todo el mundo y ganó un Premio Pulitzer. Con el tiempo, se convirtió en la imagen más conocida de la guerra de Vietnam.

Nick no solo me cambió la vida para siempre con esa fotografía inolvidable, también me la salvó. Después de tomar la foto, bajó la cámara, me envolvió en un cobertor y me llevó a toda prisa a recibir atención médica. Le estoy eternamente agradecida.

A pesar de ello, en ocasiones llegué a odiarlo. Crecí detestando esa foto. Pensaba: “Soy una niña. Estoy desnuda. ¿Por qué tomó esa foto? ¿Por qué mis padres no me protegieron? ¿Por qué publicó esa foto? ¿Por qué soy la única que está desnuda, mientras que mis hermanos y mis primos sí traen ropa puesta?”. Me sentía fea y avergonzada.

Al crecer, algunas veces desee que desapareciera, no solo por mis lesiones —las quemaduras abarcan una tercera parte de mi cuerpo y me causan un dolor intenso y crónico—, sino además debido a la humillación y la vergüenza de mi desfiguración. Traté de esconder mis cicatrices bajo la ropa. Sentí una enorme ansiedad y depresión. Los niños en la escuela me evitaban. Los vecinos sentían lástima al verme y, hasta cierto punto, mis padres también. A lo largo de los años, temí que nadie me querría.

Mientras tanto, el fotógrafo se hacía cada vez más famoso, lo cual dificultaba más mi vida privada y emocional. Al comienzo de la década de 1980, fui entrevistada en varias ocasiones por la prensa, la realeza, los primeros ministros y otros líderes y todos esperaban encontrar algún significado en esa imagen y en mi experiencia. La niña que corría por la calle se convirtió en un símbolo de los horrores de la guerra. La persona real veía desde las sombras, temerosa de ser expuesta como una persona defectuosa.

Por definición, las fotografías capturan un momento en el tiempo. Pero los sobrevivientes en esas fotografías, en especial los niños, deben seguir adelante. No somos símbolos, somos humanos. Debemos encontrar trabajo, amor, comunidades que nos acepten, lugares para aprender y nutrirnos.

No fue sino hasta llegar a la adultez, después de exiliarme en Canadá, que comencé a encontrar la paz y a materializar mi misión de vida, con ayuda de mi fe, mi marido y mis amigos. Ayudé a crear una fundación y comencé a trabajar en países asolados por la guerra para brindar asistencia médica y psicológica a niños víctimas de la guerra, al ofrecerles, espero, la posibilidad de otras alternativas.

Sé lo que es que la ciudad donde vives sea bombardeada, que tu casa quede hecha ruinas, ver morir a tu familia y los cuerpos de civiles inocentes tirados en las calles. Estos son los horrores de la guerra de Vietnam grabados en incontables fotografías y noticiarios cinematográficos. Por desgracia, son las imágenes de cualquier guerra, de las valiosas vidas humanas dañadas y destruidas hoy en Ucrania.

En cierto sentido, también son las imágenes atroces de los tiroteos en las escuelas. Tal vez no veamos esos cuerpos, como lo hacemos en las guerras extranjeras, pero esos ataques son el equivalente doméstico de la guerra. La idea de compartir las imágenes del derramamiento de sangre, en particular de niños, puede ser insoportable, pero deberíamos enfrentarnos a ellas. Es más fácil huir de las realidades de la guerra si no vemos las consecuencias.

No puedo hablar por las familias de Uvalde, Texas, pero me parece que mostrarle al mundo las consecuencias de la destrucción de las armas de fuego de verdad puede enfrentarnos a esa realidad infernal. Debemos enfrentar la violencia con determinación y el primer paso es observarla.

Llevo las consecuencias de la guerra en el cuerpo. Esas cicatrices, físicas o mentales, no se olvidan nunca. Agradezco el poder de esa fotografía a los 9 años, tanto como agradezco la travesía de mi vida desde entonces. Mi horror —que apenas recuerdo— se volvió universal. Con el tiempo he llegado a sentirme orgullosa de haberme convertido en un símbolo de la paz. Me tomó mucho tiempo aceptarme como persona. Puedo decir, 50 años después, que me alegro de que Nick haya capturado ese momento, a pesar de todas las dificultades que me ha traído esa imagen.

Esa foto siempre servirá como recordatorio de la maldad indescriptible de la que la humanidad es capaz. A pesar de ello, creo que la paz, el amor, la esperanza y el perdón siempre serán más poderosos que cualquier arma.

*Kim Phuc Phan Thi reside en Canadá y trabaja con la Fundación Internacional Kim, que brinda asistencia a niños víctimas de guerra en todo el mundo.

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