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Home Opinion

¿Qué mantiene viva a la democracia?

Por Luis Gallo
10 de febrero de 2021
Publicado en Opinion
¿Qué mantiene viva a la democracia?
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Las incómodas lecciones de Birmania para Estados Unidos.

Max Fisher*

The Interpreter

Si creciste en Estados Unidos, o en cualquiera de las democracias establecidas del mundo, es casi seguro que aprendiste un cliché esencial sobre la democracia que no es del todo cierto.

 

La democracia, te dijeron probablemente tus profesores, viene del pueblo. Se crea, se salvaguarda y se renueva diariamente por los ciudadanos, que son los supervisores últimos del sistema. El gobierno por y para ti.

 

Pero los acontecimientos de la semana pasada en Birmania, y de las semanas anteriores en Estados Unidos, apuntan a algo que rara vez se menciona en las patrióticas materias especiales después del horario escolar: que la democracia existe a voluntad de las élites políticas, que instalan y mantienen ese sistema precisamente mientras sienten que les interesa hacerlo.

 

Cuando los politólogos hablan de “élites”, no lo hacen en el sentido coloquial de una aristocracia rica. Se refieren más bien a la clase gobernante, cuyos miembros pueden variar de una sociedad a otra, pero generalmente incluye a funcionarios, jueces, legisladores, generales y directores de empresa. Tal vez también incluya a líderes religiosos, sindicatos, organizaciones de medios de comunicación, jefes de seguridad nacional y similares.

 

“Los actores que son responsables de que nazca la competencia política democrática” son, en la práctica, las élites que ya tienen una opinión directa sobre cómo se gestionan las cosas, dijo Tom Pepinsky, un politólogo de la Universidad de Cornell que estudia las democracias en transición. “Y eso no incluye a todo el mundo”.

 

En Gran Bretaña, la democracia fue instalada a través de acuerdos mutuos entre la monarquía, la nobleza con título y, más tarde, la rica clase mercantil. En Estados Unidos, fueron los terratenientes y militares dominantes de las colonias quienes decidieron el nuevo sistema. En Venezuela, las élites lo hicieron explícito, al firmar en 1958 un pacto formal entre ellas para permitir y proteger la democracia.

 

Los ciudadanos importan. Pero la organización popular, las protestas e incluso la revuelta armada no imponen la democracia por sí mismas. Más bien, presionan a las élites para que lo hagan, al ofrecer implícitamente la estabilidad si esas élites dan paso a elecciones honestas y todo el cambio que eso conlleva.

 

“Nadie tiene que creer en la democracia para que esta exista”, dijo Pepinsky. “La gente puede llegar a la democracia porque está en un punto muerto” entre ellos, o con grupos de ciudadanos, o simplemente al concluir que “es mucho menos costoso que reprimir a la gente”.

 

Incluso las revoluciones completas, en la práctica, sustituyen a (algunas de) las viejas élites por otras nuevas, que luego instalan la democracia, o no lo hacen. Véase: la Francia napoleónica, la Rusia leninista, el Irán teocrático, el Egipto de la Primavera Árabe.

 

Pero esto implica lo contrario: si son las élites las que instituyen la democracia para mejorar sus propias posiciones, pueden quitarla por la misma razón.

 

Lo que nos lleva a Birmania. Para un politólogo, el viaje de diez años del país desde la esperanzadora apertura democrática hasta el golpe militar encaja en una historia conocida. Las élites gobernantes del país —oficiales militares, en su mayoría— decidieron que una democratización parcial les proporcionaría un mejor trato. Obtendrían una mayor estabilidad interna, inversiones extranjeras y relaciones con Occidente, al tiempo que mantendrían vestigios de poder como un 25 por ciento de escaños garantizados en el parlamento. A cambio, cedieron parte del poder a las nuevas élites, incluidos los legisladores elegidos y las burocracias que supervisaban.

 

Pero esas élites nunca llegaron a un consenso sobre el funcionamiento. La nueva élite, en particular Daw Aung San Suu Kyi, la líder civil nominal, rechazó en su mayoría las expectativas de la antigua. Y los antiguos se dieron cuenta de que el acuerdo no había dado los frutos esperados. Así que lo cancelaron, al suspender su experimento democrático con un golpe de estado.

 

“No había duda de que esto era posible”, dijo Pepinsky acerca del golpe. “No creo que se pueda subestimar lo diferente que es vivir en un lugar donde los militares han gobernado, en el que has tenido a un general al mando”.

 

Y es por eso que, agregó, “es realmente instructivo contrastar lo que pasó allí con lo que pasó aquí”.

 

Tal vez los lectores estadounidenses vean por dónde va esto. La democracia de Estados Unidos es una de las más antiguas del mundo y, hasta hace poco, era considerada generalmente como una de las más estables. Una de las razones era que sus élites gobernantes, desde los secretarios de condado y los alcaldes de pueblos pequeños hasta la Corte Suprema y el Estado Mayor Conjunto, están ampliamente comprometidos con el sistema democrático.

 

Pero, en los últimos meses, un subconjunto significativo de las élites gobernantes del país —legisladores, funcionarios burocráticos, incluso el presidente— trató de anular el poder de los votantes para elegir a los líderes.

 

Su plan fracasó cuando no lograron reclutar a otras élites gobernantes. El presidente trató de persuadir a los miembros del poder judicial, a la dirección del partido, a las legislaturas estatales y a las burocracias estatales para que participaran. Si una masa crítica les hubiera acompañado, no habría habido nada que los detuviera.

 

“Me ha sorprendido lo mucho que esto depende de 535 personas”, dijo Pepinsky, refiriéndose al número de legisladores del Congreso. “No había sido una cuestión de si apoyaban o no la democracia en un sentido interno real, eso nunca había sido lo que estaba en juego”. Ahora, dijo, tal vez lo sea.

 

Fue una dura lección sobre la verdadera base de la supervivencia diaria de la democracia. Por debajo de todas las leyes y normas, de toda la tradición democrática y del orgullo cívico, a la hora de la verdad, en un país de 330 millones de habitantes, son unos pocos miles de personas, en algunos escenarios quizá unos cientos, los que deciden si la democracia persiste o no.

 

La mayoría de las veces, los ciudadanos de las democracias establecidas no tienen que enfrentarse a esto, lo que permite disfrazar las verdades más duras de la democracia con el escaparate del orgullo cívico y la tradición nacional. Pero en países como Birmania, donde las transiciones democráticas son más recientes, más tenues y más abiertamente cuestionadas, suele haber, según mi experiencia al reportar desde el extranjero, menos ilusiones.

 

“Una democracia ordenada y que funciona bien no requiere que pensemos activamente en lo que la sostiene”, dijo Pepinsky. “Es un equilibrio, todo el mundo está incentivado a participar como si fuera a continuar. Así que no tenemos que pensar en ello”.

 

Hasta que nos toca.

 

*Max Fisher es reportero y columnista de temas internacionales con sede en Nueva York. Ha reportado sobre conflictos, diplomacia y cambio social desde cinco continentes. Es autor de The Interpreter, una columna que explora las ideas y el contexto detrás de los principales eventos mundiales de actualidad. @Max_Fisher • Facebook

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