MASOOD AHMED*
Project Syndicate
La economía afgana cae en picado. Los empleados del sector público —docentes, trabajadores de la salud, burócratas y policías— no reciben su paga, la moneda perdió un quinto de su valor y la escasez de alimentos, medicamentos y productos de consumo diario va en aumento. Incluso cuando esos productos se consiguen, muchos hogares no pueden permitírselos.
Era inevitable que la toma del poder por los talibanes y la retirada de las fuerzas estadounidenses y aliadas dejaría a la mayoría de los afganos en una peor situación económica y limitaría sus libertades personales. Aun así, pocos anticiparon la velocidad y escala de la catástrofe humanitaria en gestación.
Mientras la comunidad internacional decide cómo calibrar su respuesta —o no responder en absoluto—, la vida en Afganistán es cada vez más difícil. Ya prácticamente se agotaron los flujos de asistencia (que financiaban el 75 % del presupuesto nacional antes de que los talibanes tomaran el poder). El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial dejaron de enviarfondos considerables. El gobierno del presidente Joe Biden congeló las reservas afganas (de USD 7000 millones) en Estados Unidos. Y los bancos y empresas, por temor a infringir las sanciones, no participan ni siquiera en las actividades permitidas.
Además, los programas de educación y salud corren el riesgo de cierre, no por decisión del nuevo gobierno, sino porque carecen de dinero. Esto también refleja la indecisión de la comunidad internacional sobre cuál es la mejor manera de relacionarse con Afganistán mientras está bajo el régimen talibán.
Por un lado, hay llamados a responder urgentemente a la crisis humanitaria y continuar el trabajo para proteger el desarrollo humano logrado en las últimas dos décadas, especialmente para las mujeres y las niñas. Para ello es necesario que fluyan la asistencia y el comercio, y la comunidad internacional debe vincularse con los nuevos líderes del país. Un pequeño subconjunto de este grupo iría aún más allá, con la idea de que la comunidad internacional debe aceptar la realidad del nuevo gobierno y trabajar con él en términos más amplios, como hace con otros gobiernos que representan políticas y comportamientos cuestionables.
Por otro lado están quienes parten de la premisa de que el partido que gobierna actualmente a Afganistán tomó el poder por la fuerza. Además, los valores y las políticas de los talibanes se oponen en términos fundamentales a lo que la comunidad internacional fomentó durante las últimas dos décadas, y sus acciones iniciales son poco prometedoras para una relación sin sobresaltos en el futuro. Para este bando, todo lo que ayude a fomentar la popularidad o eficacia del gobierno talibán, incluso como un efecto secundario, queda fuera de discusión.
Quienes se niegan a brindar asistencia quieren asegurarse de que los fondos enviados a Afganistán no se deriven a gastos generales que fortalezcan al nuevo gobierno. También quieren garantizar que un acceso más fácil al financiamiento tenga como contraprestación acciones positivas por parte de los líderes afganos. Son puntos válidos, pero no convencen a los 23 millones de afganos que corren el riesgo de inanición mientras se acerca el duro invierno.
Cuando las imágenes del hambre generalizado vuelvan a poner a Afganistán en el centro de la escena mundial será difícil resistir los pedidos de mayor apoyo financiero. Esos pedidos serán aún más intensos si incluso una pequeña fracción de afganos desesperados votan con los pies y generan una nueva gran crisis de refugiados. Para tener una idea, piensen que casi un tercio de los habitantes sirios (20 millones de personas antes de la guerra civil) se convirtieron en refugiados, y un tercio más tuvo que desplazarse en el interior del país. La población de Afganistán es de casi 40 millones de personas.
Las consecuencias de la implosión afgana, independientemente del liderazgo talibán, no se mantendrán dentro de las inseguras y porosas fronteras del país. Como mínimo, los vecinos de Afganistán sentirán los efectos de sus crisis económica, de seguridad y humanitaria… y no están bien posicionados para gestionar esos desafíos.
El trabajo cuidadoso y calculado para relajar las restricciones financieras debe comenzar ya, teniendo en cuenta algunos intercambios importantes. Hay dos acciones que podrían brindar alivio específico en el corto plazo.
En primer lugar, el Tesoro de EE. UU. debe aclarar el alcance y funcionamiento de las sanciones financieras para los trabajos humanitarios y de desarrollo, y ampliar la gama de actividades permitidas. El Tesoro debiera aplicar en Afganistán las lecciones de su propia revisión de los programas de sanciones, que sugieren una mayor precisión y especificidad para evitar consecuencias no buscadas para las poblaciones civiles.
En segundo lugar, la comunidad internacional debe permitir la liberación limitada y controlada de las reservas afganas congeladas para que el país pueda pagar importaciones esenciales de alimentos, combustibles y medicamentos. Se podría comenzar con un acceso reducido, con auditorías independientes y la opción de dar marcha atrás si fuera incorrectamente utilizado.
Estas dos propuestas se pueden implementar en forma relativamente rápida, y ambas tienen antecedentes recientes, específicamente, en las relaciones con Venezuela y Yemen.
Cuando enfrentamos decisiones difíciles, la tendencia natural es demorar. Esas medidas específicas, por supuesto, atraerán críticas (tanto de quienes crean que no son suficientes como de quienes piensen que son excesivas). Pero elegir la opción intermedia ahora es decididamente mejor que demorar la decisión con la esperanza de que surja una opción más atractiva.
Traducción al español por Ant-Translation
*Masood Ahmed, economista británico, fue ejecutivo del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, actualmente preside el Center for Global Development.